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LOS HIJOS


Los hijos cambian el universo entero, desde que se albergan en el cuerpo materno todo se trastoca; las hormonas te hacen creer en estados mágicos; en amores incondicionales; en redenciones y restauraciones del alma.

Nada puede ser más importante que llegar al término suficiente para que sobrevivan, que al debatirse entre la existencia y la muerte el parto fructifique en un nacimiento pleno de luz; que la algarabía del quirófano marque el inicio de una vida emocionante, sorprendente, feliz.

Después de ese largo espacio creativo en el que cuerpo se transforma, llegan a tus brazos con un calorcito de pan recién horneado, hinchados, somnolientos, ávidos de cuidados y alimento. Y entonces, las madres miran los rostros de sus hijos por horas y horas para descubrir sus facciones, para aprehenderlas, para apropiárselas como huella indeleble del amor más profundo.

Qué dicha tan grande saberse capaz de crear vida, de regalársela a esos pequeños. Que temor tan intenso cuando recuerdas la maldad humana y te sabes imposibilitada para protegerlos por siempre. Qué enorme el sentido de responsabilidad que te invade y te obliga todos los días a sobreponerte ante cualquier adversidad, porque te sientes comprometida a sacar adelante a esos seres tan indefensos. Qué arduo el trabajo diario, continuado, inacabable, para intentar formar seres de valor y de bien.

Ante la presencia de los hijos hay que replantearse los afectos y las demostraciones de estos para satisfacer de mejor forma sus demandas y necesidades. Se habrá de encontrar caminos para convertirse en una mejor madre, en una mejor persona a pesar de que los chiquillos sean hiperactivos, inquietos, traviesos que esculcan, ensucian, corren, suben, bajan y lloran, desafiando los límites de la paciencia humana.

A partir del nacimiento de un hijo todo lo cuestionas, tus actos, tu amor, tus decisiones, hasta tus pensamientos. Es una lucha diaria para averiguar si estás haciendo lo correcto, si eres muy dura o blanda con ellos, si los estás sobreprotegiendo o desamparando, si los límites que estableces son los adecuados, si los estás enseñado para que sean tus pares o tus jueces, si eres demasiado permisiva o intransigente, si les estás plantando confianza y autoestima o, por el contrario, si los estás haciendo demasiado egocéntricos. Y lo peor es que no lo sabes, te enterarás cuando crezcan, cuando ya estén formados como hombres o mujeres y los ves actuar y decidir sobre sus vidas, tomando sus propias decisiones.

Los hijos implican muchos sacrificios, aunque también brindan muchas satisfacciones. Sus necesidades te ubican en un segundo plano. Ellos son más importantes que tus proyectos personales y más todavía, que los profesionales. Pero estas renuncias son voluntarias. El amor que por ellos brota en manantiales no da espacio para titubeos y siendo abnegaciones intencionales no hay nada que pueda reclamarse, bueno, quizá sí, el que crezcan demasiado rápido; el que después de haberse robado tu espacio, tu tiempo, tus recursos, tu tranquilidad, tu libertad, tus pensamientos; el que después de haberse filtrado en tus vidas hasta formar un espléndido “nosotros”, hasta apoderarse de todo, incluyendo tu corazón, su mirada y sus sentimientos se orienten solo hacia el futuro y te dejen, casi de un día para otro, sola y con un enorme hueco en las entrañas, en el alma, en tu cama, en las paredes de tu casa, en la mesa del comedor, frente al televisor o en el jardín.

Ya no se oyen sus risas, ni sus vocecitas investigando cómo funciona el mundo o preguntando cien veces al día si mami los quiere mucho. Ya no piden que voltees a verlos cada vez que hacen un paso de baile, una nueva marometa o cuando usan sus bicicletas. Ya no se les escucha caminando de un lado a otro, ni hay nadie que cante por los rincones de la casa. Ya no hay biberones esterilizándose, ni juguetes regados, ni ropa tirada en todos lados, ni controles remotos desaparecidos o embarrados de mermelada y ya nadie llega por las noches deslizándose silenciosamente dentro de cama, pidiendo que se les comparta un espacio.

Ya no están y si lo hacen, sus mentes y sus almas están en otro lado, le pertenece a alguien más, quizá a sus amigos, al amor en turno, a los deberes de su escuela o al proyecto con el que piensan conquistar sus triunfos. Es ley de vida, dicen, yo digo que es ley de muerte, pero entiendo que todo el esmero y la precisión que se dedicó a construir y fortalecer sus alas para que fuesen libres e independientes, ha dado frutos.

En este día del niño disfruta a tus pequeños porque, aunque los momentos con ellos parezcan perpetuarse, lo que verdaderamente luce eterno, es la soledad que dejan cuando se hacen grandes.

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