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HERIDOS DE MUERTE



“El dolor de ahora, es parte de la felicidad de aquel entonces.”


Devastadora es la experiencia de la muerte, terrible, dolorosa.

Pena candente que profana nuestros más íntimos rincones; que lacera, que traspasa, que corrompe.

Sentimiento que debate nuestra fe, nuestras creencias, nuestras fuerzas.

Terremoto que sacude las entrañas. Cataclismo que remueve para siempre los cimientos incorpóreos de la esencia.

Devastadora es la experiencia de la muerte, que nos sucumbe a los abismos más profundos del ser y la conciencia.

Dolor punzante que se clava en cada grieta, en cada hueco, en cada espacio, hasta despeñar el alma entera.

Inundación y maremoto, que desborda el sufrimiento de sus cauces, donde no es suficiente un par de ojos para llorarlo todo, ni un sinfín de gritos para acallar la desventura, ni un rosario eterno de días nostálgicos, hirientes e infinitos, para recordar los momentos memorables.

Voces, imágenes, evocaciones que giran fantasmales como un carrusel por la memoria.

La muerte es la experiencia que más nos confronta con la vida, la que más nos sacude, la que más nos cimbra y nos transforma. La que nos coloca de nuevo en posición de duda, de inicio, de incertidumbre, de abatimiento y lucha.

La muerte deja en carne viva los sentidos, por eso las frases de consuelo se convierten en latigazos incandescentes que vulneran.

Cuando estamos agobiados por la muerte, parece que nadie nos comprende....


La semana pasada nos congregamos casi medio centenar de personas. Todos los que ahí nos reunimos, estamos heridos de muerte.

Josefina Leroux y yo estamos creando, construyendo, espacios para la reflexión de la existencia.

Espacios en donde coincidimos conocidos y desconocidos para poner al servicio de todos nuestras experiencias, nuestras angustias, inquietudes, dolores, alegrías y sufrimientos; nuestras reflexiones, incluso algunas de las más secretas, de las más agudas.

Espacios que en la medida en que tocamos nuestras almas y éstas se mecen y se arrullan en el fluir en que se van descubriendo unas a otras, nos permiten gozar, aún en la aflicción, de la celebración de la existencia.

Morir o seguir viviendo, fue el tema que en esta ocasión nos ocupó.

Lo que ahí sucedió fue magia. Y luego dicen que no existe. Magia que transformará nuestras vidas poco a poco, pues los resultados de ese encuentro serán expansivos. Crecerán, germinarán, hasta florecernos en personas más completas.

Fuimos testigos de un conjuro que enjugó nuestras lágrimas y sanó muchas heridas. Bálsamo milagroso que nos reconfortará, aunque solo sea un poco, toda la vida.

¿Por qué nos duele la muerte?, preguntamos.

Las primeras frases que se emiten son ensayos. La gente va exponiendo tentativas de pensamientos, bosquejos de ideas, conceptos algunas veces inacabados, hasta que nos vamos acercando poco a poco al corazón. Cuando esto sucede todo cambia. Sabiduría es en lo que se convierte cada frase, cada expresión.

“Duele porque nos devasta”, dijo al fondo de la sala un hombre joven mientras en su voz contenía la tristeza y el desazón por su contacto con la muerte. Muerte provocada por una enfermedad fulminante que en tan sólo dos meses arrancó la vida de su esposa, dejando a su cargo dos pequeños.

“Duele por que nos destroza la vida”, dijo una jovencita al compartirnos el impacto que recibieron en su casa, cuando su papá salió a “correr” un día y por un infarto contundente ya nunca regresó.

Ahí fue cuando el hechizo comenzó.

“La muerte nos ha perseguido a mi familia y a mí toda la vida”, dijo entre sollozos un hombre adulto mientras su mujer trataba de soportarlo regalándole la fuerza que ella misma requería para sostenerse ahí. Los dos mostraron lo inmenso de su amor, la profundidad de su dolor y el esfuerzo sobrehumano que han tenido que ejercer, al ser testigos obligados de la ausencia física de su hijo mayor; un jovencito muerto en un trágico accidente.

Una hermana lamentando la muerte de otra hermana, una hija la de sus dos padres que perecieron uno detrás de otro en un período de unos cuantos días, una familia completa que acababa de enterrar a una hijita tan sólo ocho días antes de nuestra reunión.

Josefina compartió emotiva, sus vívidos recuerdos y sentimientos alrededor de la muerte de su padre y de su hermana.

Inevitablemente yo acabé mostrando mi sufrimiento por la ausencia de madre, de la que aún ahora después de casi diez años no termino por resignarme.

El silencio de los que no hablaron, se transformó en claras voces que se expresaron más nítidas que nunca.

Igual de claro se escuchó el golpeteo al caer de las lágrimas ocultas o manifiestas que no pararon de brotar del alma de todos los que ahí estuvimos.

Contrario a lo que puede suponerse, el encuentro no fue trágico, ni fue dramático. Fue innegablemente un experiencia cumbre. Una experiencia conmovedora, sensible, llena de respeto y de mesura.

Hablamos de nuestro dolor, pero también de la fe, de los mitos, de nuestras creencias y costumbres.

Nos escuchamos unos a los otros con cortesía, con admiración, con valentía. Nos ofrecimos lo mejor de nosotros mismos, nuestros sentimientos, nuestras vivencias, nuestra simpatía.

Y mientras fue desflorándose uno a uno cada corazón, en nuestro ser penetró el embrujo y la sanación de saber que no se está solo ni en el dolor, ni en la angustia. Así se suscitó el milagro de saberse comprendido.

Cerramos la sesión con un ritual tratando de despojarnos del dolor que ya no enseña, del que no nos ayuda a crecer, ni nos deja mantenernos en contacto con los vivos.

Hay que construir más espacios para la reflexión, miles, montones de ellos. Es en la medida en que aprendamos a asomarnos al alma de los demás, a conocerla, a acariciarla, a valorarla, en que podremos poner mucho mayor cuidado unos con los otros, para no lastimarnos, para no hacernos daño, para juntos conspirar por la celebración de la existencia.

Gracias a todos los que compartieron sus vivencias y su presencia ese día con nosotras, porque nos enriquecieron profunda y significativamente.

grios@assesor.com.mx


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