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DOLOR DE NAVIDAD





¿Por qué duele tanto la Navidad?


El espíritu mismo contra su voluntad, parece ser arrastrado con furia hacia el fondo obscuro de un abismo sin fin.


Qué profunda es la sima de la conciencia que sufre, que se da cuenta, que no le gusta lo que observa, y llora.


Qué negro, qué dolorido vacío, el del lienzo que dibuja la tristeza interna, secreta, esa que lacera, que ahoga, que asfixia, que carcome la piel y la carne, que desflora el alma.


Qué crueles los recuerdos, las ilusiones marchitas que caen una tras otra como hojas de otoño mecidas por un viento sin rumbo, hasta decorar el paisaje con imágenes secas, con sueños extintos, con anhelos sin porvenir ni futuro.


Qué densa la niebla que no muestra los rayos de sol ni de luna. Qué terca la bruma que condensa esta imagen fría, proyectándola hacia el futuro como única posibilidad de vida, vida impregnada en infortunio y desdicha. Qué opaco espesor que esconde tras la humedad, la contingencia de una nueva ventura.


Qué breve es el ciclo de una pasión. Qué larga la espera de un sueño que no nacerá una vez más, porque le fue concedida una sola oportunidad.


Que efímero el cielo que tocaron las manos, cuando la historia de amor se transformó en algo más.


Que inclemente el rechazo, sutil, amoroso, en nombre de una lealtad personal.


Qué triste la Navidad, cuando no está la gente que se ama, desgarradora aún más, cuando no se ama a muchos que están.


¿Qué es lo que duele tanto en la Navidad?


Duele el calendario que exhibe un plazo más sin cumplir.


Duele el transcurso del tiempo en que no se puso punto final, a lo que lastima.


Duele la cobardía, la sin razón, las excusas añejas que ya nada fundamentan, ni justifican.


Duelen los días que se han pasado en agobiante rutina. Duele el hastío, la soledad tumultuosa, la compañía infecunda, la desincronía.


Duele agudamente la indiferencia, la exclusión, pero duele también la hostilidad amarga, la ironía velada, el malhumor de quienes no pudiendo resolver sus vidas, culpan a todos de su desdicha y enfado, y reparten quejas y críticas, desprestigio o calumnias para sentirse mejor.


Duele el fastidio, el aburrimiento, el hartazgo de relaciones forzadas, que nada bueno proveen, que obligan.


Duele no saberse amado, al menos no como se necesita.


Duelen las palabras enmudecidas, las frases de afecto y de amor que se guardan, si acaso, para el sepulcro. Duelen las caricias no–natas, y aquellas, envejecidas.


Duelen los labios adormecidos, que siendo capaces de besar cual ningunos, apenas si esbozan una mueca rígida, como lanzando al viento un mimo lejano, distante, tan sólo como cumplido.


Duele la piel resecándose, que de tanto aguardar ya no espera, ni se estremece, ni vibra.


Duele el cuerpo avejentándose, desfigurado, árido, sediento al no recibir manantiales de

vida. Duelen las manos que no exploran, ni recorren, ni acarician. Duelen los ojos que de tanto ver, ya no miran.


Duele el odio, los desplantes, los celos, el maltrato, el cinismo, la burla.


Duele el miedo y el tedio que no permiten llorar la aflicción; duele la falta de fortaleza para terminar de enterrar o reconstruir el pasado.


Duele saber que no se tiene derecho a pedir algo. Que los esfuerzos, las esperanzas, son vanas. Que los demás en uso de su libertad, pueden decidir, simplemente, no amarnos.


El amor es un acto de voluntad, al que a nadie podemos forzarlo.




¿Para qué duele tanto la Navidad?


Quizá para que no olvidemos que el tiempo transcurre a su paso y pudiéramos estarlo desperdiciando.


Para confrontarnos nuevamente con nuestra historia, para ofrecernos el impulso que intente resignificarla. Para fortalecer e intensificar el presente, para florecer y expandir el futuro hacia un mejor por–venir, hacia una prevaleciente ventura.


Para hacernos conscientes de lo que nos está faltando, de nuestros errores, de nuestros fracasos y nuestros desganos. De los cambios que necesitamos.

Para reevaluar nuestras decisiones, para valorizar si sigue siendo legítimo, útil, el abnegarnos.


Duele tal vez para permitirnos reconocer las omisiones, la ingratitud que cometemos para con nosotros mismos. Para identificar nuestra indigencia, nuestras miserias, nuestras carencias y nuestras necesidades. Para que con ello intentemos ponerle un alto a nuestro propio maltrato. Para que la voz interior que unas veces susurra y otras se desgañita, termine por ser escuchada.


Hiere quizá, para no ignorar a aquellos a los que les hemos fallado, a esos que terminamos sin proponérnoslo, lastimando. Para recordar a los que nos faltan y a los que les hemos faltado. Para que volteemos a ver a los marginados, a los olvidados, a los que dejamos de lado. Para hacer presente a los que amamos, para procurarlos, para consentirlos, para rescatarlos.


Para darnos cuenta de las cosas buenas con las que contamos. De la gente amable, de la amistad cálida, generosa, desinteresada. De la mano firme, amorosa, que nos sostiene cuando tropezamos o cuando lloramos.


Acaso duele la Navidad, para hacernos más humanos, más fuertes, más sabios.

grios@assesor.com.mx

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