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VIOLENCIA LABORAL



La posibilidad de destruir a alguien sólo con palabras, miradas o insinuaciones, se llama violencia perversa o acoso moral, según lo define Marie-France Hirigoyen, experta victimóloga.


Es un método de empresas e instituciones para desembarazarse de alguien sin mancharse las manos. Una forma para hacer sentir culpable a la víctima y hacerla parecer ante los demás, como merecedora del castigo de expulsión.


El psicoanalista Massud Khan explica que esto inicia como una pugna intelectual. Para la víctima, el reto es ser aceptado como aliado por parte de un personaje exigente. Para el perverso, es su necesidad de eliminar a quien represente peligro para mantenerse o escalar en el poder.


Lo delicado de esta situación es que no se lleva acabo de manera honesta ni directa. Por el contrario, todo parecería estar bien, se conversa con naturalidad, se brindan felicitaciones por los resultados obtenidos, pero en el fondo, se percibe una sensación de que algo malo sucede.


Después de la actitud diplomática se pasa a un presión extrema que permitirá percibir los comentarios que se hacen para descalificar su labor, la búsqueda de defectos nimios en su desempeño, el rechazo a sus ideas, los asuntos silenciados, las miradas cómplices que lo excluyen, la ambigüedad en la información que se le otorga.


Esto es un cuadro típico de violencia laboral y éste fenómeno está teniendo un incremento alarmante en todo el mundo.


Un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que en Suecia el hostigamiento psicológico es responsable del 15 por ciento de los suicidios. En Inglaterra el 53 por ciento de los empleados la padecen, en Finlandia el 40%; en Alemania más de 800,000 personas son violentadas y en España el 22% de los funcionarios públicos son víctimas de esto.


En América Latina no se cuenta con estadística al respecto, pero por la precarización laboral y las crisis económicas se sabe que estas conductas son mucho más severas.


Aunque el acoso moral se ejerce de forma generalizada, son más vulnerables las mujeres, los migrantes y los niños. Y en las instituciones públicas se manifiesta de manera más ruin y violenta.


Los agresores son personas diplomáticas, que exhiben valores morales y denuncian la maldad humana. No alzan la voz ni en los intercambios más violentos y aunque nadie lo perciba, envidian los logros ajenos.


El perfil de la víctima refleja a alguien que gusta de hacer bien las cosas, que asume un volumen de trabajo superior a la media. Son perfeccionistas, originales, con iniciativa y se sacrifican por la causa o los demás.


Para aniquilarla se recurre a compañeros envidiosos que son los responsables del trabajo de desestabilización. Así, el verdadero agresor dice no saber nada del asunto.


La desestabilización se logra fácilmente. Basta con cronométralo, mantenerlo en vilo, ridiculizarlo, inducirlo al error, privarlo de expresarse, hacer alusiones desagradables sin aclararlas nunca y, conducirlo a dudar de sus competencias.


El error de la víctima consiste en no ser desconfiada. Acepta lo que le dicen al pie de la letra –que no hay problema, que todo marcha bien-. La violencia se instala así de manera insidiosa y por eso la víctima no reacciona. ¿Cómo defenderse de lo que no existe? No hay pruebas evidentes y el diálogo auténtico es imposible, el perverso lo rechaza porque implicaría desenmascararse.


Para el agresor, la víctima es un objeto que molesta. Su historia, sufrimiento y dignidad no son importantes. Se puede prescindir de ella en cualquier momento sin importar si se le deja en la calle o altamente vulnerable.


A su salida no se dan explicaciones. Lo poco que se comenta es para justificar la acción. Para ello, no importa si se le imputan culpas, traiciones o errores no cometidos.


“Para desacreditar a alguien basta con introducir una duda en la cabeza de los demás. Un discurso falso, compuesto de insinuaciones o asuntos silenciados”, dice Hirigoyen.


Para el no perverso resulta difícil imaginar tanta manipulación y crueldad; por eso las víctimas acaban destruidas.


En estos casos “el trabajo de curación empieza en la región de la memoria y termina en la del olvido”, señala Ricoeur, destacado filósofo francés.

grios@assesor.com.mx


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